Los onanistas se frecuentan, y se miran, y se admiran, y no miran a otros más que a ellos mismos. Se visten bien. Se toman un trago, un café, y comentan sobre lo terrible que es la pobreza, sobre el último hit literario de Isabel Allende, o sobre el calentamiento global y la pena que les produce que se mueran las ballenas.
En la calle hay un mendigo, un niño pidiendo plata, y dan vuelta la cara. En la micro una señora embarazada, una anciana, y se hacen los dormidos, o miran por la ventana, o siguen leyendo su libro interesante, o hablan por celular, o bostezan, o simplemente evitan andar en micro. Entonces se encierran, y se amurallan.
Hay onanistas en todas partes. El onanismo no distingue sexo, religión, nacionalidad, ocupación, ni gustos culinarios o literarios o musicales o políticos.
Son políticamente correctos, emocionalmente invulnerables y aperrados hasta la médula.
Son intelectuales, pero no son necesariamente inteligentes. Los hay cultos, arrogantes, masturbadores, impotentes, fálico-pensadores, penetradores, izquerdosos, judíos, artistas, vegetarianos, estructuralistas, modernistas, argentinos, e incluso hay algunos que se declaran anónimamente masones. Son hijos ilegítimos de MTV. Son tolerantes, evidentemente. Respetan la diversidad y la diferencia. Son emprendedores y optimistas. Se declaran libre-pensadores. Algunos de ellos son exitosos, otros no tanto. La verdad casi todos son exitosos. El éxito y quien define quién es exitoso, no depende sino de ellos mismos. Y al mismo tiempo dicen ser sencillos y manifiestamente humildes.
Pero hay algo en los onanistas que admiro.
Quizás sea esa olímpica actitud de indiferencia