A Evo Morales no le gusta el teatro. Terrible, si se piensa que es Evo, el principal referente indigena con algo de éxito por su causa en Latinoamérica. Dice que el teatro, como ejercicio y práctica, es privilegio y/o capricho de una elite burguesía desinteresada en la revolución.
Esto a propósito de Mericrismas Peñi, (
Teatro Público, 2008) Un montaje que muestra a un grupo de terroristas que elaboran un plan para quemar un árbol de pascua en plena plaza de Temuco, por considerarlo signo de una política extranjerizante y controladora que los poderes políticos y económicos ejercen sobre la sociedad entera y -más importante aún- sobre las comunidades indígenas. El montaje es sencillo, claro, y posee la virtud, no muy común hoy por hoy, de ser directo. Se evitan los grandes rodeos retóricos, y se teatraliza desde la doctrina, desde el enunciado incendiario que raya por momentos lo ideológico. Estoy en contra del estado de chile, dice enérgica Javiera Zeme. Paradojal la actitud si se toma en cuenta que precisamente este montaje fue financiado vía FONDART.
Quizás sea por esa misma razón que me resulta casi inevitable pensar que el montaje resulta un gol de mitad de cancha del Consejo de Cultura, para sanear la conciencia y pagar la deuda simbólica que el estado, aparentemente voluntarioso, aún mantiene con el pueblo mapuche. De esta forma subvenciona una obra de teatro sobre el conflicto, que versa aún sobre resitencia y lucha, pero hecha por actores chilenos, en salas de Santiago, pero sin mostrar desición alguna para accionar. Más, cuando a diario siguen muriendo y apresando mapuches inocentes, cuando forestales transnacionales usufructúan de la tala del bosque nativo, cuando se sigue construyendo un aeropuerto a metros de comunidades indefensas. Gatopardismo miserable, si se piensa en el mezquino, represivo, y violento rol histórico que el estado ha tenido para con los pueblos originarios.
Dificilmente podríamos apostar con que un montaje de teatro pudiera cambiar algo de la realidad social de un país, cuando el poder de ingerencia de los actores sociales tiende a cero. Pero aunque moleste, no resulta tonto objetar el montaje, en tanto crítica política, si finalmente le debe gran parte –su financiamiento nada menos- a las mismas instituciones que cuestiona. La crítica existe, se concreta de una forma interesante, pero aún así, queda en el aire esa paradoja, llamémosla ética, que asfixia cualquier eventual subversión. Se agradece poner el tema sobre la mesa, se agradece decir fuerte y claro temas que para la centralidad santiaguina, son casi desonocidos. Pero en terminos de acción, Mericrismas Peñi, querámoslo o no, es inútil.
¿Si hay subvención, es posible la subversión? ¿Se puede subvertir con dineros del estado?
Aceptando que una cosa es la plata, y otra cosa es lo que se hace con la plata, podemos apelar a que se puedan subvertir ciertas normativas gracias a la generosidad estatal, más, y aquí el rollo, implica bajarse los pantalones y aceptar que al final del día uno está subrodinado a los dineros públicos.
De esta forma, con la incomodidad que plantea ser parte de una disidencia cada vez menos dispuesta a perder pedazos de la repartija fiscal, Mericrismas Peñi, institucionaliza cualquier intento eventual de subversión. No hay represión, ni posibilidades ciertas de generar una contracultura muy influyente. Muy por el contrario, hay asistencialismo, confort institucional, y una cultura aparentemente insubordinada que le (nos) importa a bien poca gente.
Serían los actores -tal como argumenta J.L.Lagarce- los nuevos funionarios del estado.