1. Hacia el centro como lugar desplazado
Vivida como necesidad humana, como lugar de encuentro y seducción, o simple e imprescindible tendencia al contacto con lo otro, el centro, se concibe como “la unicidad y superioridad de una posición de control establecedora de jerarquías y dominios”[1]. La existencia de este centro, expresión intrínseca de la forma, implica inherentemente su opuesto complementario, la periferia. Si existe un centro, ergo, existe una periferia. Eso está claro.
El centro es un lugar erótico, de encuentro y contacto con el otro. La periferia en cambio, es el lugar del desarraigo.
Categorías que, para las lógicas de la geografía del poder, operan no desde la complementariedad como desde la exclusión. Y es evidente que la sutileza de esta premisa no pasa de ser insignificante. En la exclusión no hay diálogo, no hay simbiosis, ni dialéctica alguna. El proceso comunicativo se desdice en función de un orden imperativo de preguntas y respuestas al vacío, preguntas a uno mismo. La exclusión como estatuto específico de la trinchera centralista intenta resguardar la soberanía de sus propios intereses. A la vez, demarca su implacable posición hegemónica en el tablero neoliberal y violenta la mirada desigual del margen.
El espacio del teatro –su producción, su recepción, su estudio, incluso su enseñanza- dentro de los esquemas de producción se enmarca en un espacio ambiguo, indeterminado, inespecífico. Puede, primeramente llegar a constituir un lugar periférico, en tanto no opera dentro de los marcos de lo productivo de la sociedad. Ser dramaturgo, como ser actor, difiere de ser un obrero, un empresario, pues la práctica teatral es una actividad inútil. Al mismo tiempo, y en contrapunto a lo anterior, el teatro puede ser considerado como una práctica central, por ser un privilegio y/o capricho de una elite burguesa desafectada por las preocupaciones sociales reales.
Pues, tal cual podemos sentirnos parte de un margen, podemos también asumir su lugar contrario. Es por el efecto de esta mirada en continuo desplazamiento que nos hacemos conscientes del lugar contradictorio que habitamos. Contradictorio pues se nos revela como el punto focal desde el cual se trazan los lineamientos discursivos que nos debieran legitimar como creadores,
Inevitablemente no dejamos de ser agentes centrales en la lógica de producción artística, a pesar de llegar a considerarnos la periferia de nuestro entorno. Paradojal en tanto, gran parte de la obsesiones que la dramaturgia chilena contemporánea posee, devienen de aquel desplazamiento de la mirada, y recaen –como crítica, como descripción, incluso como apología- en aquellos espacios constitutivos de lo que podríamos llamar centralidad.
Lo marginal como punto focal de observación resulta determinante pues supone un tratamiento estético e ideológico no solo del material textual –a saber, la dramaturgia-, sino también de su aparataje escénico.
La crítica a los actantes de la centralidad, aquellos personajes e instituciones que detentan el poder de la Metrópolis, denota el carácter refractario que aún puede llegar a tener el teatro.
2. Paréntesis sin mucha importancia
Con el advenimiento del desarrollo económico y social del s. XX, vino aparejada una expansión territorial y una densificación de amplios sectores, generando así mayor distancia entre estos puntos y el centro. Mantener la sumisa dependencia era, no solo innecesario, sino una tontera. Con el correr de los años, este desarrollo de las comunas ha alcanzado un mayor nivel, pero encontrándose muy lejos de lo superlativo, siéndole innecesario para quienes allí vivían mantener lazos mayores con el centro.
Quiero introducir –arbitrariamente- la noción de ciudad policéntrica que desarrolla el arquitecto inglés Richard Rogers. Esta se entiende como forma de organizar un territorio en constante expansión. Se entiende desde la continua interacción y dependencia de sus innumerables focos de desarrollo. A nivel país, la discusión no es muy disímil, y da cuenta de la necesidad de proyectar la idea de progreso de manera uniforme.
“Cuando comenzó la modernidad, los problemas en la metrópoli causados por esos seres redundantes –el desempleado, el inválido, el alcohólico, el delincuente, la puta vieja, la mujer sola, el loco, el desviado político- se resolvían de modo global: la basura humana se enviaba a las colonias”[2]
Aquí no hay violencia armada o política, ya que no caben dentro del discurso neo-liberal de tolerancia y participación democrática del que somos parte. Aquí la violencia es solapada. Conducida. Insinuada. Tal como antes se desterraba la basura humana a vivir el exilio, hoy en día, se destierra la pobreza a vivir el margen.
¿A dónde nos conduce todo esto?
3. Paradoja de la producción centralista
Las formas de producción y difusión del arte teatral han sucumbido ante la lógica del formulario. Síntoma inequívoco del dispositivo mercantilista que rige nuestra época, toda creación artística está subordinada a marcos regulatorios que velan por sus posibilidades de financiamiento, o de sala de exhibición. En otras palabras, chiquillos, si no hay sala donde montar, o no nos salió FONDART, cagamos. No hay obra. Así de simple.
Tal como lo advierte Justo Pastor Mellado en su análisis del actual campo de las artes visuales en Chile, el teatro ha sucumbido indefectiblemente ante las posibilidades que nos ofrece el mercado. ¿Qué nos queda? El estado aparece entonces, bajo este contexto como la salvación tras la indiferencia empresarial, y la apatía generalizada.
Más, y he aquí lo peligroso, el estado a la vez que subvenciona, adoctrina, disciplina, y restringe. La mirada marginal se institucionaliza. La insubordinación se hace norma. Y las formas de producción de arte se comienzan a regir bajo el yugo disciplinante del asistencialismo fiscal. Somos los actores, los nuevos funcionarios del estado. Mecenazgo desafortunado que nos ubica en un escenario frágil e inesperado. Dicha paradoja nos plantea la incomodidad de ser parte de una disidencia cada vez más asentada en sus privilegios y menos dispuesta a perder pedazos de la repartija fiscal. La torta debe repartirse entre todos los que se sientan en la mesa. Incluso aquellos que reniegan –que renegamos- de la misma torta. Somos productores de cultura. Y aunque nos guste o no, con algo hay que parar la olla a final de mes.
No existe represión, ni la necesidad de dramatizar nuestra producción bajo el signo de la protesta o la denuncia anti-dictatorial. En este contexto las posibilidades ciertas de generar una contracultura autosustentable rayan en lo imposible.
Entonces si Alfredo Castro dice que desconfía de las instituciones, debemos creerle. Es más, nosotros mismos decimos que desconfiamos de las instituciones.
Creer que las formas de cultura representan una especie de suplemento simbólico-expresivo que puede transfigurar en imágenes los conflictos sociales, es ante todo un acto de buena voluntad, que no pasa de ser eso. Pues las tensiones sociales, difícilmente se resuelven en un escenario. No podríamos apostar a que una dramaturgia o su montaje pudiera cambiar algo de la realidad social de un país cuando el poder de ingerencia de los actores sociales, de los dramaturgos, directores, diseñadores tiende, sino es igual a cero. Pero tampoco podemos tolerar que nuestra producción sea víctima de la instrumentalización partidaria ni del reduccionismo ideológico, que las deforma en tanto prácticas artísticas.
“Si se nos interroga acerca de la utilidad o la inutilidad del teatro podemos concluir que el teatro puede ser considerado como un regulador del poder. No transforma nada en la estructura del grupo social. Al contrario, refuerza la idea de lo imposible e inútil del cambio de esta estructura.”[3]
Entonces, ¿cuáles son los lugares en donde podamos seguir entendiendo el fenómeno teatral como una fuerza subversiva que disiente de la autoridad y de sus formas de disciplinar el sentido?
¿Qué nos queda por hacer?
4. Conclusión Impresentable
Descentralizar, en tanto estrategia subversiva, no significa simplemente deslegitimar las narrativas del poder central, sino que implica además modos de operar en zonas despojadas de privilegio centralista, favoreciendo de esta manera, la irrupción de escenas locales que vinculan el espectáculo con su geografía cotidiana, con el contexto territorial y humano en el que se insertan.
No se trata solo de develar las causas, ni retratar los síntomas. Se trata de adentrarse –por fin- a operar en zonas conflictivas en donde la praxis teatral conduzca a la generación de nuevos espacios de masas críticas.
El teatro debe dejar de ocupar lo marginal como una simple categoría estética. Repito. El teatro debe dejar de ocupar lo marginal como una simple categoría estética.
Tal como lo advierte Benjamín, lo político de una obra en el arte no está dado solamente por que su contenido sea político. En este caso, para la labor del escritor, del dramaturgo, toma una importancia radical.
¿Qué rol debe ocupar la dramaturgia en este contexto de continuo desplace discursivo?
La escritura dramática debe generarse de manera exclusiva para los lugares de su enunciación. Así, construirá un sentido de arraigo y pertenencia territorial, haciendo una invención y una crítica del paisaje cotidiano. Podrá reconocer las formas de habla, los temas particulares, las psicologías específicas de los habitantes de una región. Logrará dar cuenta cualitativamente del sentido de las experiencias que constituyen las historias mínimas que se trazan al margen de los grandes relatos de la historia oficial, y de las representaciones del territorio. Hará resonancia en su geografía.
Así mismo, podrá ser efectiva como herramienta crítica, pues podrá constituirse como pieza de análisis de políticas regionales. Remecer las capas de la corteza social, reedificando de esta manera, la mirada telúrica de sus propias inquietudes. pues son voces que exigen la reivindicación discursiva de un ethos territorial marginado de las políticas centrales.
Vivida como necesidad humana, como lugar de encuentro y seducción, o simple e imprescindible tendencia al contacto con lo otro, el centro, se concibe como “la unicidad y superioridad de una posición de control establecedora de jerarquías y dominios”[1]. La existencia de este centro, expresión intrínseca de la forma, implica inherentemente su opuesto complementario, la periferia. Si existe un centro, ergo, existe una periferia. Eso está claro.
El centro es un lugar erótico, de encuentro y contacto con el otro. La periferia en cambio, es el lugar del desarraigo.
Categorías que, para las lógicas de la geografía del poder, operan no desde la complementariedad como desde la exclusión. Y es evidente que la sutileza de esta premisa no pasa de ser insignificante. En la exclusión no hay diálogo, no hay simbiosis, ni dialéctica alguna. El proceso comunicativo se desdice en función de un orden imperativo de preguntas y respuestas al vacío, preguntas a uno mismo. La exclusión como estatuto específico de la trinchera centralista intenta resguardar la soberanía de sus propios intereses. A la vez, demarca su implacable posición hegemónica en el tablero neoliberal y violenta la mirada desigual del margen.
El espacio del teatro –su producción, su recepción, su estudio, incluso su enseñanza- dentro de los esquemas de producción se enmarca en un espacio ambiguo, indeterminado, inespecífico. Puede, primeramente llegar a constituir un lugar periférico, en tanto no opera dentro de los marcos de lo productivo de la sociedad. Ser dramaturgo, como ser actor, difiere de ser un obrero, un empresario, pues la práctica teatral es una actividad inútil. Al mismo tiempo, y en contrapunto a lo anterior, el teatro puede ser considerado como una práctica central, por ser un privilegio y/o capricho de una elite burguesa desafectada por las preocupaciones sociales reales.
Pues, tal cual podemos sentirnos parte de un margen, podemos también asumir su lugar contrario. Es por el efecto de esta mirada en continuo desplazamiento que nos hacemos conscientes del lugar contradictorio que habitamos. Contradictorio pues se nos revela como el punto focal desde el cual se trazan los lineamientos discursivos que nos debieran legitimar como creadores,
Inevitablemente no dejamos de ser agentes centrales en la lógica de producción artística, a pesar de llegar a considerarnos la periferia de nuestro entorno. Paradojal en tanto, gran parte de la obsesiones que la dramaturgia chilena contemporánea posee, devienen de aquel desplazamiento de la mirada, y recaen –como crítica, como descripción, incluso como apología- en aquellos espacios constitutivos de lo que podríamos llamar centralidad.
Lo marginal como punto focal de observación resulta determinante pues supone un tratamiento estético e ideológico no solo del material textual –a saber, la dramaturgia-, sino también de su aparataje escénico.
La crítica a los actantes de la centralidad, aquellos personajes e instituciones que detentan el poder de la Metrópolis, denota el carácter refractario que aún puede llegar a tener el teatro.
2. Paréntesis sin mucha importancia
Con el advenimiento del desarrollo económico y social del s. XX, vino aparejada una expansión territorial y una densificación de amplios sectores, generando así mayor distancia entre estos puntos y el centro. Mantener la sumisa dependencia era, no solo innecesario, sino una tontera. Con el correr de los años, este desarrollo de las comunas ha alcanzado un mayor nivel, pero encontrándose muy lejos de lo superlativo, siéndole innecesario para quienes allí vivían mantener lazos mayores con el centro.
Quiero introducir –arbitrariamente- la noción de ciudad policéntrica que desarrolla el arquitecto inglés Richard Rogers. Esta se entiende como forma de organizar un territorio en constante expansión. Se entiende desde la continua interacción y dependencia de sus innumerables focos de desarrollo. A nivel país, la discusión no es muy disímil, y da cuenta de la necesidad de proyectar la idea de progreso de manera uniforme.
“Cuando comenzó la modernidad, los problemas en la metrópoli causados por esos seres redundantes –el desempleado, el inválido, el alcohólico, el delincuente, la puta vieja, la mujer sola, el loco, el desviado político- se resolvían de modo global: la basura humana se enviaba a las colonias”[2]
Aquí no hay violencia armada o política, ya que no caben dentro del discurso neo-liberal de tolerancia y participación democrática del que somos parte. Aquí la violencia es solapada. Conducida. Insinuada. Tal como antes se desterraba la basura humana a vivir el exilio, hoy en día, se destierra la pobreza a vivir el margen.
¿A dónde nos conduce todo esto?
3. Paradoja de la producción centralista
Las formas de producción y difusión del arte teatral han sucumbido ante la lógica del formulario. Síntoma inequívoco del dispositivo mercantilista que rige nuestra época, toda creación artística está subordinada a marcos regulatorios que velan por sus posibilidades de financiamiento, o de sala de exhibición. En otras palabras, chiquillos, si no hay sala donde montar, o no nos salió FONDART, cagamos. No hay obra. Así de simple.
Tal como lo advierte Justo Pastor Mellado en su análisis del actual campo de las artes visuales en Chile, el teatro ha sucumbido indefectiblemente ante las posibilidades que nos ofrece el mercado. ¿Qué nos queda? El estado aparece entonces, bajo este contexto como la salvación tras la indiferencia empresarial, y la apatía generalizada.
Más, y he aquí lo peligroso, el estado a la vez que subvenciona, adoctrina, disciplina, y restringe. La mirada marginal se institucionaliza. La insubordinación se hace norma. Y las formas de producción de arte se comienzan a regir bajo el yugo disciplinante del asistencialismo fiscal. Somos los actores, los nuevos funcionarios del estado. Mecenazgo desafortunado que nos ubica en un escenario frágil e inesperado. Dicha paradoja nos plantea la incomodidad de ser parte de una disidencia cada vez más asentada en sus privilegios y menos dispuesta a perder pedazos de la repartija fiscal. La torta debe repartirse entre todos los que se sientan en la mesa. Incluso aquellos que reniegan –que renegamos- de la misma torta. Somos productores de cultura. Y aunque nos guste o no, con algo hay que parar la olla a final de mes.
No existe represión, ni la necesidad de dramatizar nuestra producción bajo el signo de la protesta o la denuncia anti-dictatorial. En este contexto las posibilidades ciertas de generar una contracultura autosustentable rayan en lo imposible.
Entonces si Alfredo Castro dice que desconfía de las instituciones, debemos creerle. Es más, nosotros mismos decimos que desconfiamos de las instituciones.
Creer que las formas de cultura representan una especie de suplemento simbólico-expresivo que puede transfigurar en imágenes los conflictos sociales, es ante todo un acto de buena voluntad, que no pasa de ser eso. Pues las tensiones sociales, difícilmente se resuelven en un escenario. No podríamos apostar a que una dramaturgia o su montaje pudiera cambiar algo de la realidad social de un país cuando el poder de ingerencia de los actores sociales, de los dramaturgos, directores, diseñadores tiende, sino es igual a cero. Pero tampoco podemos tolerar que nuestra producción sea víctima de la instrumentalización partidaria ni del reduccionismo ideológico, que las deforma en tanto prácticas artísticas.
“Si se nos interroga acerca de la utilidad o la inutilidad del teatro podemos concluir que el teatro puede ser considerado como un regulador del poder. No transforma nada en la estructura del grupo social. Al contrario, refuerza la idea de lo imposible e inútil del cambio de esta estructura.”[3]
Entonces, ¿cuáles son los lugares en donde podamos seguir entendiendo el fenómeno teatral como una fuerza subversiva que disiente de la autoridad y de sus formas de disciplinar el sentido?
¿Qué nos queda por hacer?
4. Conclusión Impresentable
Descentralizar, en tanto estrategia subversiva, no significa simplemente deslegitimar las narrativas del poder central, sino que implica además modos de operar en zonas despojadas de privilegio centralista, favoreciendo de esta manera, la irrupción de escenas locales que vinculan el espectáculo con su geografía cotidiana, con el contexto territorial y humano en el que se insertan.
No se trata solo de develar las causas, ni retratar los síntomas. Se trata de adentrarse –por fin- a operar en zonas conflictivas en donde la praxis teatral conduzca a la generación de nuevos espacios de masas críticas.
El teatro debe dejar de ocupar lo marginal como una simple categoría estética. Repito. El teatro debe dejar de ocupar lo marginal como una simple categoría estética.
Tal como lo advierte Benjamín, lo político de una obra en el arte no está dado solamente por que su contenido sea político. En este caso, para la labor del escritor, del dramaturgo, toma una importancia radical.
¿Qué rol debe ocupar la dramaturgia en este contexto de continuo desplace discursivo?
La escritura dramática debe generarse de manera exclusiva para los lugares de su enunciación. Así, construirá un sentido de arraigo y pertenencia territorial, haciendo una invención y una crítica del paisaje cotidiano. Podrá reconocer las formas de habla, los temas particulares, las psicologías específicas de los habitantes de una región. Logrará dar cuenta cualitativamente del sentido de las experiencias que constituyen las historias mínimas que se trazan al margen de los grandes relatos de la historia oficial, y de las representaciones del territorio. Hará resonancia en su geografía.
Así mismo, podrá ser efectiva como herramienta crítica, pues podrá constituirse como pieza de análisis de políticas regionales. Remecer las capas de la corteza social, reedificando de esta manera, la mirada telúrica de sus propias inquietudes. pues son voces que exigen la reivindicación discursiva de un ethos territorial marginado de las políticas centrales.
Valdivia, Octubre 2009.
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[1] RICHARD, Nelly, “Modernidad, Postmodernismo y Periferia”, en “La Estratificación de los Márgenes”, Francisco Zegers Editores, 1987, Pág 39-40.
[2] BAUMAN, Zygmunt “La globalización: Consecuencias Humanas”. Fondo de Cultura Económica, México. p.97.
[3] TABORDA, Marta, “Una Aproximación a la vida y obra de Jean-Luc Lagarce”, en “Teatro y Poder en Occidente”, pág 18, Editorial Autel, Buenos Aires, 2007
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*Ponencia leída el 15 de Octubre de 2009, en el marco del IIº Seminario: Reflexiones en torno a la Dramaturgia Chilena Actual. Repertorios y Adscripciones. Organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, en Valdivia, bajo el titulo "Dramaturgia y Territorio: espacios de irrpución".
*Ponencia leída el 15 de Octubre de 2009, en el marco del IIº Seminario: Reflexiones en torno a la Dramaturgia Chilena Actual. Repertorios y Adscripciones. Organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, en Valdivia, bajo el titulo "Dramaturgia y Territorio: espacios de irrpución".
1 comentario:
SALVAJE tu ponencia, Tomás, digno de la dramaturgia emergente que tan poco sirve, bueno, que en realidad es innecesaria.
sólo te falta esta fotito http://photos-h.ak.fbcdn.net/hphotos-ak-snc1/hs237.snc1/8434_1247445741356_1085803844_767697_7590954_n.jpg ahi, dejando ver toda tu presencia marginal y acorralada por los pajeros academicismos.
nos vemos!
gustazo escucharte esa vez, aunque moría de dolor de guata pensando que tirarias uno que otro panfleto
jajaja
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