agosto 02, 2008

Narrar

Recuerdo que al **** le gustaba una compañera mía. Me preguntaba por ella, y yo le decía que se llamaba +++++, que vivía cerca de mi casa, a dos casas para ser exactos, que tenía una hermana chica, y una mamá, y que todos los domingos las veía a las tres pasar frente a mi casa cuando iban a misa. Entonces, me dijo que le gustaba, que quería hablar con ella, pero que no se atrevía. A las minas les encanta que se les declaren, le dije. Ese consejo, el primero y el último que le di, al parecer lo siguió. Y aunque estrictamente no creo haberme equivocado en lo que le dije, si presumo que la forma en que se le declaro a la +++++ no fue la mejor. O quizás, sigo presumiendo, la reacción de la +++++ fue distinta a lo que yo esperaba, y también a lo que él esperaba. La +++++ era mucho más chica que cualquiera de mis compañeras. La más chica de todas diría yo. Y quizás por eso le gustó al ****. Demasiada inocencia y belleza en una sola mujer, que en realidad no era una mujer, o por lo menos no una mujer hecha y derecha, más bien era una niña, una niña que desde su sala de tercero básico ya creía en el amor, fe prematura en algo que te han contado que existe pero que, si es que aún no lo has visto, ni lo has tocado, ni lo has sentido, te sería difícil, absurdo más bien, pensarlo como posible, y entonces lo que la niña +++++ creía, lo que en su imaginación se dibujaba y desdibujaba como eso que creía amor, no era sino la imagen prometedora, romántica y hasta novelesca, de un príncipe azul, imagen posible, claro, pero que ciertamente distaba bastante de ser como era el ****.