diciembre 16, 2006

pornográfico

Vivió su juventud en algún barrio de Miami beach, de esos que no son muy respetables, donde los latinos se abarrotan en las esquinas esperando que el destino les escupa algo de lo que sobra del sueño americano, y claro, como era de esperar, en todo ese tiempo, no hizo gran cosa. Trabajaba de mesero en el restorán de unos chinos en South Beach y aunque no ganaba demasiado, ganaba lo suficiente como para comer, pagar la pieza en la que dormía de vez en cuando y meterse en los rotativos de la mañana. Tenía muchas amigas y vivía también de ellas. Encuentros casuales. Borracheras esporádicas. Mujeres que –ante todo- era mejor no recordar.

No leía mucho, por que la verdad, tiempo no le sobraba. Por eso prefiero el cine, decía. Consumes más historias en menos tiempo. Pasaba mañanas enteras metido en una sala fría, sucia y muy incómoda, tratando de entender cómo se lograban los planos, las tomas, los efectos, los colores, los aromas. Líneas que cruzan la pantalla y que de un segundo a otro se van para que aparezcan otras y otras líneas y así hasta al final. Historias escandalosas, incontables, esquizoides, muchas de ellas hasta pornográficas. Puramente ficticias. La pantalla se torna oscura, incluso ante el brillo de las imágenes. Silencio. Detente un rato y piensa. Ahí está la salida.



Según lo que me contó –que dicho sea de paso no fue poco- hizo clases en la escuela de cine de Berlín, y fue productor de no sé cuántas películas de un director sueco que, al parecer, era muy conocido, pero que yo no conocía. Entonces me decía que tenía pensado hacer una película, que lo tenía como proyecto, pero que la verdad no tenía ni un peso, y aunque la película no era tan cara de hacer, necesitaba plata, por que lo que era él, solo tenía como para vivir. Entonces yo le decía que porque no buscaba el presupuesto con alguno de sus amigos europeos, y me decía que la verdad había vuelto a Chile exclusivamente para no tener que estar más en Europa, pero por qué, qué pasó en Europa, y bueno, no, nada, nada importante, y entonces sacó su billetera para pagar la cuenta, y fue que le vi una foto de una niña pequeña, y qué, tienes una hija, le pregunté en medio de mi sorpresa y me respondió que sí, que ser padre era una de las cosas más lindas que le había pasado en la vida, y le pregunté que cómo se llamaba su hija y me dijo que se llamaba Cristina, que era el nombre que le había puesto la mamá, que también se llamaba Cristina, que finalmente no sabía por qué la gente le ponía el mismo nombre a sus hijos, que eso le parecía un poco tortuoso, que no puedes llamar a tu hijo con tu mismo nombre porque los nombres eran algo que marcaban a las personas de una manera muy importante y llamarla con el mismo nombre era como una forma de condenarla a soportar las mismas cargas que tu soportaste, y qué edad tiene tu hija, le pregunté, y me dijo que ahora eso daba lo mismo, que no cambiáramos el tema, que lo que teníamos que discutir ahora era sobre el cine de Truffaut, y le dije que yo no había cambiado el tema, que desde un principio el tema lo había cambiado él, y entonces me dijo que ya no importaba, que siguiéramos hablando de lo que estábamos hablando, y pagáramos la cuenta.

Salimos. Caminamos un rato y nos fumamos un cigarro a medias mientras hablábamos de cine. En su casa me contó que cuando estuvo en Buenos Aires, semanas atrás, vio una película, una de esas de Aristarain, me dijo que le había cargado solo por una cosa, por que la verdad la película era bien buena, pero cuando el director hace cosas como esas, uno no lo puede perdonar, y que hizo le pregunté, y bueno, se supone que era sobre un escritor que esta por terminar una novela y cuando llega el tipo que supuestamente es el editor, ellos empiezan a hablar de literatura y el escritor un poco enojado, por no me acuerdo qué, le pregunta que qué leía, y entonces hace un comentario que de verdad me molestó, pero pero qué decía, decía algo así como qué a ti, al editor le decía, te gusta leer a bukowski y esas mierdas, y claro, aunque no hacía ningún comentario relevante sobre la literatura de bukowski, sí lo decía como si bukowski fuera un escritor de cuarta categoría. Y lo peor era que lo decía en una película de Aristarain. Sí, el mismo. El cineasta más relamido y llorón de toda la Argentina. Pero a mi me da lo mismo, me decía el viejo, por que según él su tarea como artista, -y lo de artista me lo decía así, sin inmutarse- era expresar todo lo que me estaba diciendo a través del arte. A través de su arte. Por que claro, como ya me había contado quería hacer una película, y justo ahora estaba trabajando en un guión para esa película.




La historia –según lo que me contó- la había inventado a partir de una pareja de cubanos que había conocido en una fiesta en West palm beach, a mediados de los ochenta, luego de que él y una de sus cuantas amigas de entonces, se emborracharan juntos celebrando la muerte de John Lennon. Los cubanos, aparte de anti-castristas y acérrimos admiradores de Jimmy Carter, solían vender LSD a los camioneros que salían borrachos de los bares en la carretera de Lake Worth. El negocio, aunque bastante rentable, resultaba peligroso, no solo por lo ilegal de la droga, sino por lo perjudicial que les significaba a ellos por ser inmigrantes, -y más aún, cubanos- ser detenidos. Aún así les gustaba correr el riesgo, nos excita el peligro, decían siempre riendo y claro, así parecían personajes sacados de una novela de bukowski, y era evidente que el viejo amaba a bukowski. Para él era una especie de mito. Medio poeta, medio rock-star. Borracho, decadente y bien putero. Según él, lo conoció una vez que visitó Los Ángeles por allá por a fines de los 70`, en un motel de carretera. Esa vez estaba con Cristina, lo recuerda por que acostumbraba hacer viajes largos con ella. Eso fue hasta que quedó embarazada. Luego todo cambió y para el viejo era todo distinto. Me dijo que no sabía lo que hacía, que era demasiado joven, y me contó que una vez tuvo ganas de volver a Chile con cristina y con la niña, y que a Cristina no le gustaba la idea, quizás por que no le gustaba Chile y me contó sobre su hija, que bueno, que ahora debía tener como veinte o treinta años, que no la veía nunca, que recordaba que cuando llegó a Berlín por primera vez, recibió una carta de ella, que en realidad no escribía nada, por que bueno, todavía no aprendía a escribir, y que solo eran dibujos, casi garabatos, pintados todos con crayones de colores, y salía un avión y en ese avión salía él, despidiéndose de la niña, que estaba con su mamá vestida de rosado.

Todo en esa carta le gritaba que respondiera cuanto antes, y bueno, trató de hacerlo durante días, semanas, meses, incluso años, y que así y todo no había sido capaz de agarrar un papel y escribir algo, siquiera dar explicaciones del por qué del viaje o por lo menos mentir diciendo cuando volvería, dándole una fecha, una hora, un lugar, o algo, cualquier cosa, lo que sea, algo que la deje tranquila por un rato, y que al mismo tiempo lo deje a él tranquilo, que lo libre de culpa mientras duraba su cobardía, por que está bien, sabía que no podía hacerle eso a una niña como ella, a una niña que no era sino su hija, y claro, le costaba aceptarlo, pero en el fondo sabía que era un padre ausente, y eso en definitiva le había costado mucho. Había pasado años gastándose en alcohol los pocos pesos que ganaba haciendo clases.

Había hecho tanto de lo que tenía que arrepentirse.

Entonces quiso llorar, trató de hacerse el fuerte, y perdóname muchacho, que me duele un poco la cabeza, y se levantó y se encerró en el baño durante un rato y era evidente que no le dolía la cabeza, pero en ese momento, qué otra cosa podía hacer, y entonces cuando estuve solo, ahí, en medio de sus cosas, sus libros, sus VHS`s de películas alemanas, me puse a mirarlo todo, a buscar algo que me interesara, algo que me pudiera llevar a escondidas sin que él supiera, y entonces me encontré con un libro, era uno de los más nuevos, tenía tapa rosa, era de esos Anagrama: Bukowski, Se busca una mujer, y sin pensarlo mucho lo empecé a hojear, a leer frases de reojo, a ver los títulos de los cuentos que ahí aparecían, por que era un libro de cuentos, y bueno, no es que me gustaran mucho los cuentos, pero si, me intrigaba mucho bukowski, y no era por su forma de narrar –de hecho nunca antes lo había leído-, tampoco era por que estuviera de moda leerlo, o por que sus historias fueran casi pornográficas, sino por que de alguna forma sentía que si leía a bukowski, estaba leyendo al viejo también. Me acerqué a la puerta y le pregunté si se sentía bien, y me dijo que si, que no me preocupara, y entonces, de un momento a otro, casi por casualidad, vi una foto enmarcada a la pared. Era el viejo en algún lugar de Alemania con una muchacha que no sabía quien era y entonces pensé que me tenía que ir, que finalmente todo esto parecía ser parte de una mala película. Creí entenderlo todo y creí también que no lo podía seguir tolerando. Entonces le hablé, le dije que lamentaba no poder seguir acompañándolo, que me estaban llamando urgente, aunque ni siquiera me estuvieran llamando, y lo decía con un cinismo que no me conocía, y bueno, me tenía que ir, ahora, lo más rápido posible. Y me fui, me guardé el libro en el bolsillo y mientras corría me imaginaba en una película, cámara al hombro, tipo documental, imagen exaltada, textura opaca, nublada de lo sucio de la noche. Y el protagonista –yo- corriendo por una calle, llena de luces, de ruidos estridentes, gente que camina borracha, y yerto del frío que innegablemente sentía -que yo sentía-. Silencio. Detente un rato y piensa. Ahí está la salida. Y está Cristina y están los cubanos jalando en el auto de unos federales. Y está el viejo, y está tirando con una quinceañera. Maldito viejo mentiroso. Aristarain lo habría hecho mejor, por que él si que es un artista, no como tú o ese tal bukowski.

Ahí esta la salida. La veo con aún más claridad. Tengo que llegar afuera. No lo sé. Quizás sea esa la única forma de terminar con todo esto.

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